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martes, 14 de febrero de 2012

Al final de su vida útil

El Tuerto

Sabía que iba a hacer el ridículo una vez más, pero estaba decidido a ello. La escenita se las traía, cierto, y el riesgo de que me malinterpretaran los que me vieran, era evidente. Pero bueno, llegada cierta etapa de la vida... qué quieres que te diga...  pues como que lo que piensen o dejen de pensar los demás por lo que hagas o dejes de hacer en determinados momentos, tiene una importancia escasa y muy relativa. Y mira, al que no le guste, que le den.
Por eso, sin ambages, me fui derechito a él, y en plena despedida, le di un besazo en todo el morro que no veas. A él no sé, pero a mí me supo a gloria. Y como era de esperar, los que me vieron hacerlo, en su zozobra, sonrieron entre comprensivos y socarrones bajando la mirada. Pero ahí queda eso, y a lo hecho, pecho. Mi súbita y pseudolujuriosa forma de agradecimiento no era para menos, aunque a los demás les chocara. Si supieran que juntos pasamos... bueno, si yo te contara... desde los fríos más heladores y cabrones, esos en los que no sabes si tienes dedos o ya se te han caído, hasta los calores más tórridos y canallas. Y juntos compartimos días de frío, calor, lluvia, viento, niebla, cabreos, alegrías, tristeza... Fuimos juntos de caza ni se sabe, en esos días perros y oscuros de enero en los que el bigote se te llena de carámbanos mientras caminas jadeante exhalando vapor como una locomotora vieja... y juntos fuimos a la playa, y al monte, y a pescar al río... y si testigo fue de tantas y tantas peripecias y aventuras mías, nunca tuve de él ni una queja, ni un chivatazo, ni un reproche, y eso, se apunta en el debe. Nunca me falló. Y oye, si de bien nacido es ser agradecido, y si se lo merecía según yo, pues que coño, lo menos que podía darle en su despedida fue el besazo en todo el morro que le metí, porque me lo pedía el cuerpo y punto. Claro, que un tío como yo, y a estas alturas, ante testigos, y en todo el morro... pues hombre, que comprendo que me miraran como... yo que sé... Luego, cuando lo dejé allí en el adiós, no quise mirar para atrás, que uno es hombre, pero de cuando en vez, la emoción lo trastoca y...
En mis manos me llevaba su certificado de defunción. Al que lo hizo, no le tembló el pulso y una vez cumplimentado en todos sus epígrafes, me lo alargó plegadito. Podía haber comprendido mi estado de ánimo, qué menos, e incluso echarme la mano por encima del hombro para mejor consuelo, un suponer; pero nada, que no hizo ni puto caso a mi emoción contenida de ese fatídico momento.
Al doblar la esquina, no pude menos de desdoblarlo, despacito, con la curiosidad insana de ver a que coño achacaba, en los apartados de causa inmediata y causa fundamental su irremediable fin. Pero todo lo que llegué a leer, tembloroso, fue su encabezamiento donde decía eso de: “Certificado de destrucción del vehículo al final de su vida útil”. Y por más que miré y remiré, ni causas, ni nada: un porrón de años y una montonera de kilómetros... Eso era todo, que cabronada...
Ya en casa, repasé mentalmente su vida útil y las causas de su final. El mecánico me había hablado en términos vagos, imprecisos, ambiguos... que si poca compresión en el motor de causa no bien definida, que si el embrague empezaba a patinar en las cuestas, arranque defectuoso a bajas temperaturas, combustión no correcta para los niveles exigibles, amortiguadores en dudoso estado... o sea, lo lógico de sus casi medio millón de kilómetros, durmiendo a la intemperie y bregando años y años entre las manos de un tipo como yo, poco cuidadoso con las cuestiones mecánicas. O sea, que fue un coche cojonudo del que no tengo una queja y que las palmó cuando tenía que palmarlas y punto. Ni causas justificatorias absurdas por rebuscadas , ni disquisiciones de cuánto más me hubiera durado si bajo techo hubiese dormido, ni me zarandearon por las solapas echándome en cara la perra vida que le di corriendo con él hasta entre las peñas, ni coñas similares. Simplemente que le llegó el final de su vida útil, y punto, cosa lógica porque algún día tenía que llegarle.
Al acostarme, maldita sea, le imaginaba crujiendo, arrugándose entre las planchas de la jodía máquina que los hace paquetes, como pacas de metal. Que desagradable escena, entre ruidos de cristales rotos y chasquidos metálicos, la maravilla esa a hacer puñetas... Pobre coche y qué final. En fin. Adiós, pampa mía.
Total que, puesto a sacarle punta a todo, guasón que es uno y más que nada por desdramatizar lo desatinado de mis cavilaciones, me preguntaba qué epitafio le hubiera puesto de haberlo enterrado en el monte, que era lo que tenía que haber hecho con él, mal rayo me parta, pero que me faltaron los güebos necesarios. Mi loca conclusión fue, que con una sola palabra, perfectamente definitoria, me habría sobrado para transmitir, a las futuras generaciones que lo encontraran, la causa de su arqueológico hallazgo: “Desgastao”.  Hubiera sido lo propio, sin duda, pero...
Bueno, pues hace unos días, al entrar de guardia, asistí a un curioso debate en el que estaban enfrascados los colegas con los que cambiaba. Dos horas antes, habían tenido un aviso urgente para un paciente de mi cupo, en fase terminal, por el que nada pudieron hacer. Eusebio, Peluso para todos, a la dehasta aquí hemos llegado, dijo adiós cuatro días antes de cumplir los 95, ayudado por un cáncer de colon.
En esas estaban mis colegas, juventud obliga, en pleno intercambio de opiniones mientras cumplimentaban el informe estadístico anexo al certificado de defunción. El rigor, cuasi pasional, con el que pretendían rellenar el cuestionario, era la razón de su enjundioso debate. Intentaban diseccionar la patobiografía del pobre Peluso analizando, inútilmente, retazos conocidos de su vida en los que encontrar posibles causas y concausas del desenlace. Y en cuanto me vieron aparecer por la puerta, aprovecharon la ocasión para someterme a una especie de tercer grado. Creían que, con todo lo leído de sus anteriores ingresos hospitalarios, más la información que yo pudiera aportar por mis muchos años de conocimiento del fallecido, podrían completar asépticamente el puzzle de su adiós. Mientras hablábamos del asunto, tuve la sensación de que en el ambiente flotaba una especie de deseo no confesado, de encontrar algo con lo que pidieran culpar al propio Peluso por la aparición de su neo. Mis colegas lo buscaban con ahínco, porque de conseguirlo, oye, pues veredicto de culpabilidad para el muerto, y todos más tranquilos. Para ellos, parecía crucial el poder precisar todos los porqués del cáncer de colon, que certificaron como causa fundamental de su fallecimiento.
En su terco debate, traían a colación estadísticas, artículos recientes, referencias bibliográficas y promesas de enseñarse mutuamente estudios en los que, con la vida de Peluso encima de la mesa, para ellos estaba claro que él era el responsable de lo sucedido. En consecuencia, se imponía además la necesidad de hacer poco menos que pública, aunque fuera sotto voce , la culpabilidad de Peluso en lo sucedido, para advertencia amedrentadora de los demás y corrección de hábitos nocivos ajenos.  
Yo calladito, había asistido de oyente a sus devaneos sin meter baza, por respeto, y porque me estaban poniendo de los nervios y me conozco, que coños. Pero claro, cuando me picaron, sutilmente, con la insinuación de que algo tendría yo que ver en el tema, por haber sido su médico en los últimos veinte años... Vamos, que la monté y de que manera, oye...  y que les llevé la contraria en casi todo.
Para empezar, el pobre Peluso la única culpa que tenía era la de haber llegado a los 95 años vivito y coleando, que tal como está el patio, es poco menos que una heroicidad semidelictiva, para la que se necesitan tener una madera, un aguante y unas tragaderas, de especial calibre. Entre otras cosas porque aguantar que los hijos te digan, a esa edad, día y noche, lo que puedes, o tienes, o te dejan hacer, debe ser una tortura como para desquiciar al más pintao. Y de hijos, a Peluso le quedaban cuatro. Además eso de que, una nuera o un yerno, te tenga que cambiar los pañales, debiera ser reconocida como causa suficiente para animar al suicidio a cualquiera, y él lo soportaba estoicamente. No sin sorna, que me lo decía, pero...
Peluso trabajó desde los 8 años. Llevaba el agua  en cántaros a los mayores con una burra hasta las eras. Luego se casó con una prima, por esa razón de fuerza mayor de lo de unir lindes y capitales, y no le salió nada mal, que se adaptaba a todo. Por las mañanas un vaso de agua hasta las diez y media, desde antes de salir el sol, y a esas horas, unas patatas con torreznos. A las dos, pan atrasao y media cebolla, y sólo de cuando en vez, una sardina. Sí, una por cabeza. A la noche, la leche de cabra migada y en épocas buenas, con azúcar de melaza, que otra no había. Y con eso de sol a sol doblando la espalda, año tras año. Bueno, con eso, y con la matanza casera de un cerdo, para todo el año y para los siete de familia. Y con poco más. ¿Carnes rojas? Pues hombre, si el cerdo se ponía colorao, vale, pero otra no. Y en el estío, todo lo del huerto, al cuerpo, pero él, de verde poco desde siempre. A medida que fue mejorando la vida, la cebolla se cambió por garbanzos si hacía frío, y si comían en casa al mediodía. Fumó cuarterón a espuertas, que conseguía entre la cartilla de racionamiento y el contrabando. Y de beber, tres cántaros de vino al año a repartir entre siete bocas, que los niños también bebían desde los diez años a la mesa. Entre medias, algún lío de faldas, furtivo y a la chita callando, para probarse y dejar descansar un poco a la contraria, me confesó.
Para los vecinos, era honrado a carta cabal, una punta de faltón, pero de confianza, por su carácter afable, dicharachero y bonachón. Jamás una bronca, ni una mala palabra, ni un mal gesto con la mujer, que le miraba de reojo y sonreía sin ser vista, orgullosa y segura de él. Fueron felices a rabiar, menos cuando lo del muchacho, que siendo quinto, se les ahogó en el río por ir a hacer tonterías con otros sin saber nadar ninguno. Entonces sí, deseó  con todas sus ganas morir, pero había que seguir para no dejar solos a los demás, que si no... “si eso no me mató, partiéndome el alma como lo hizo, ya no me mata nada”...Y de salud, hasta lo de la próstata nada. Las pasó mal, impaciente por querer “volver a ser un hombre cuanto antes, que yo no he fallado nunca, y sin eso, no soy yo”. Luego a los 83 que si la TA, que si la sal, que si “¿que es eso del colesterol que dicen que tengo los de los ojos?”. Pero ni un medicamento hasta las cataratas, ya con 87 y quedó bien. Con 91, un ictus, del que lo traté sin ingreso alguno por eso de “quede como quede, usted haga lo que pueda que yo de aquí no salgo más que cuando me lleven a hombros”. Luego a los 93 la mujer lo dejó de repente, para siempre y sin avisar, solo y en manos de los hijos. Y desde entonces perdió la ilusión y los nietos notaban que le molestaban. Cuando le apareció aquel dolor del apéndice, no hubo nada que negociar. “Que te digo que tienes que ir y vas, aunque tenga que llevarte yo a rastras, te pongas como te pongas,  ¿vale?”. Lo aceptó y a la vuelta, cuando le dije eso de... “Peluso, que lo que tienes en la tripa no es nada bueno, que además de la apendicitis apareció otra cosa”, me miró entre socarrón y sereno y me soltó que “sólo debo una y ya es hora de que me la vengan a cobrar, joder, así que usted tranquilo...”  Y ni una queja, ni un mal gesto, ni... Nunca. No podía hacer más por él, y aparentemente todo estaba bien, menos el apetito, que desde hace un mes, lo que un pajarito. De ser un tío de zancada y media, a cuarto menguante a pasos acelerados. Pero sin más. El otro día le fui a ver, y mientras le daba palmadas en el dorso de su mano, que tenía entre las mías en silencio, él se daba cuenta de todo y me echó media sonrisa al decirme... “Y lo mío, ¿para cuándo?... que ya está bien y cuanto antes, mejor...”.
Ayer, de dormido, la hija que estaba cerca le oyó que jadeaba de más y le intentó incorporar: “Llama corriendo que vengan, que padre está muy mal, que se nos queda, diles que se nos queda...”  Y cuando llegó el colega de turno, se había quedao.
Y hoy, en el debate por cumplimentar el certificado de defunción, los compañeros empeñados en que si su alimentación, que si las verduras, y que si el tabaco, el sedentarismo... Iros a tomar por saco... dejar de marear.
Y a mí que coños me importa de qué ha muerto Peluso. Hombre, de algo se tenía que morir,¿no?. A ver si ahora vamos a ser como Eudoxia, su hija, que palideció, se aterró, y entre histérica y suplicante  me decía lo de: “Ay, por Dios, no me diga que mi padre tiene un cáncer, ay, por Dios... que horrible, no me lo diga...”. “Vale Eudo, tu tranquila, que si eso no te gusta, cuando llegue el día, tu padre se morirá de lo que tu quieras, oye... que si lo del cáncer no te gusta, pues nada, ponemos otra cosa y hala, de cáncer no se muere. Tu tranquila, pero vete pensando de qué, que algo tendré que poner...”.
Me importan mucho, y peleo, contra las causas que hacen morir a los que no llegan a la media de la esperanza de vida. A los que la pasan, dejémoslos en paz vivir su vida, sin limitaciones obtusas, sin estrecheces estúpidas, sin amargarles lo que les quede. Que las gocen, que sus causas de muerte no tenían que contar ni para las estadísticas. Que sí, coño, que así lo pienso y lo digo, hombre... que morirse es lo normal, y de qué, importa según y cómo... menos a los 95, claro, que tanto me da.
“¿O sea, que le pones en el certificado como causa fundamental cáncer de colon? Pues muy bien, pues vale, tu mismo... ¿que qué le pondría yo? Mejor no te lo digo porque me ibas a odiar, colega...“ Lo que yo quisiera haberle puesto a Peluso lo tengo claro, y lo hubiera escrito con letras de molde, para facilitar su lectura.
¿Causa fundamental?: “Desgastao”. ¿Causa inmediata?: “Pagada la que debía”.
Y a otra cosa, mariposa, que hasta el paro se ha vuelto loco. Y yo, a este paso.


Correspondencia: eltuerto@semg.es  

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