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martes, 14 de febrero de 2012

Morir de cualquier manera

El Tuerto

Que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son, ya lo dijo Calderón hace la tira y dalo por cierto. Si el nacer es el principio del camino, del ser y del  existir, cantado está que su final es la muerte, el no ser, el no existir. Y así como parece que nos tomamos con naturalidad el llegar, el nacer, digo yo que porqué no nos tomamos con idéntica naturalidad el partir, el morir, cosa que desdramatizaría el lance. Claro, que pensándolo bien, en ello nos va la vida a la que tanto apego tenemos, así que no es para menos la bobada.
También tiene mucho que ver el que el acojone es libre y en ese trance, cada cual se agarra a lo que puede, quiere y tiene. Por ejemplo, los que creen que algo mucho mejor les espera tras la cortina, parecen tener fe ciega en que la muerte no es el final de nada sino el principio de mucho, con lo cual, el dar el pasito del aquí al allá, lo viven de un modo esencialmente esperanzador. Muy por el contrario, los que piensan y descorazonadoramente creen que tras la cortina lo que les espera es la nada, el vacío, el simplemente no ser, dan el pasito del aquí al allá con la cautela y el desencanto del que no espera nada de nada y, para ellos, la muerte si es el final de todo.
En todo caso, reconozcamos que filosófica y humanamente, el dicho de que cuanto más te alejas de la cuna más te acercas a la caja, por axiomático que sea, le come la moral y desazona al más pintao y en todo caso, para nada  ese pensamiento es buen compañero de viaje. Por eso, mientras vivimos, tenemos la jodida y autocomplaciente manía de ir mirando siempre para otro lado, en la vana esperanza de que la muerte sólo le llega a los demás. Y otra vez Calderón nos pone en su sitio con aquello de… la muerte, desdicha fuerte, que ay! quien intenta reinar, viendo que ha de despertar en el sueño de la muerte… O sea, que nos llegará a todos. Y ya que por nacer, moriremos, lógico sería asumir el trago como algo tan fisiológico y natural como el crecer de las uñas o el despertar cada día. Pero de eso nada.
Incomprensiblemente hemos sido educados, o eso parece, en la falsa ilusión de nuestra propia perdurabilidad, lo que incluso nos anima a catalogarnos como imprescindibles para los que nos rodean y aman, en un ejercicio vano de incomprensible arrogancia. Por eso, cuando intuimos que se nos acaba el recreo o nos da por pensar que nuestro propio final está ahí, a la vuelta de la esquina, nuestros sentimientos se empañan de una mezcla de incredulidad, desazón y vivencia de fracaso, capaz de amargarnos nuestros últimos días y los de los que nos rodean.
En esas circunstancias antaño, el hombre que lo era, mirando de frente a la muerte recobraba la serenidad, se despojaba de sus bienes materiales en beneficio de sus deudos y ligero de equipaje, entendiendo como cierto su final, se hacía rodear de los suyos para mostrarles su agradecimiento por el apoyo y cariño recibidos en su existencia, y les transmitía sus pequeñas evidencias vivenciales, en la seguridad de su validez para la continuidad de la especie. Luego se retiraba del mundanal ruido, se ensimismaba en su íntima soledad, y en comunión con su Dios o sus creencias, se volvía hacia la naturaleza, en el convencimiento de su ya inminente retorno a su función de volver a formar parte de los elementos básicos del cosmos, por aquello de que, salido del barro… polvo eres y en polvo te convertirás, dogma ecológico donde los haya. El final de su vida terrenal era asumido con la serenidad del que lo veía como algo normal y lógico, a sabiendas de que su pervivencia en el tiempo, duraría lo que la cortedad del recuerdo en el corazón de sus allegados. Su cuerpo muerto pasaba al pudridero, a cumplir su función, y el ciclo biológico recomenzaba. Eso antaño, claro.
Hoy todo es distinto, incluso en eso. Porque al final de la vida, el supuesto progreso humano del que dicen que gozamos, parece más bien una especie de retroceso, pero en plan chirigota con ritmo de twist, o sea, en la que nada tiene ni pies ni cabeza y en la que los acordes de la partitura parecen haber sido escritos por un mostrenco. O sea… bueno, ya no hay ni pudridero, porque el que tiene horno a mano, si puede se incinera y con lo que del horno sale, condena a los putos gusanos a pasar un hambre que no veas. Se dicen ecologistas y en sus últimas voluntades piden su incineración, anda mira a ver si lo entiendes. Si, ya sé que es cuestión de perras, de comodidades, de espacios, pero… es que es algo como que chirría, ¿no?. Pues eso no es nada.
El propio proceso de la enfermedad se vive, bueno, que quieres que te diga… hay pacientes y familias que aceptan con mayor o menor resignación su sino, salvo que crean poder echarle la culpa de ella a alguien o a algo, claro, en cuyo caso la trifulca está montada. Y si huelen la más mínima posibilidad de poder sacar de la desgracia tajada, económica claro, entonces ya ni te digo.
Lo malo empieza cuando intuyes el final próximo e inevitable en un paciente. Entonces, prepárate que se monta. Si hace unos años lo malo era tener que pelear contra la voluntad del paciente o su familia a ser siquiera ingresado, aún por motivos reversibles, hoy es justamente lo contrario. Dos toses o un mareito sin más, conllevan toda una cascada de exigencias irracionales de repetición de pruebas, de consultas preferentes, ingresos, etc. La situación más extravagante aparece desde el momento mismo en que se confirma el diagnóstico, con final previsible a medio o corto plazo. Entonces se monta tal cirio, que lamentas no estar ejerciendo en África o en la España de los años 50. A poco torpe que seas, la realidad te arrastrará en su caos.  
No culpo a nadie por ello y asumo mi propia culpa, pero es que tenemos los pacientes que nos merecemos por que los hemos maleducado, aberración tras aberración. Y ahora nos quejamos, vale, pero es que cabrea reconocer que lo hayamos hecho tan rematadamente mal, y que la psicoeducación empleada, con honradez y cordura, no vale para nada en esos momentos. Todo tu esquema mental planificado para tales circunstancias, se te va al traste porque los familiares más directos, te tratan de imponer condiciones inasumibles, que ni por asomo se basan en el sentido común. Por ejemplo, la exigencia de ingreso hospitalario para la agonía es la norma, y o te lo tomas muy en serio y haces prevalecer tu criterio, basado en la ética y la ciencia, o pasas del tema y haces lo que te pidan con tal de evitar roces estériles, que siempre son desagradables.
Trabajo en medio rural, a tres cuartos de hora en ambulancia del hospital más próximo. Y recuerdo con absoluta nitidez la mala leche que me entró al recibir mi primera denuncia al respecto. Tuve que declarar en inspección médica por la queja escrita de un fulano que vive a más de 800 km de aquí, por negarme a ingresar a su tío de 87 a. con un proceso irreversible, veinte minutos antes de morir. El diagnóstico era claro y el pronóstico fatal a tan  corto plazo, pero el gilipollas de él, que por cierto acababa de llegar y hacía que no lo veía más de un año, quería que lo ingresara para que “le aceleraran la muerte” porque él“no podía verlo sufrir de aquella manera” cuando en realidad el anciano nada sufría tras 3h. en coma profundo, ni antes nada sufrió. Bueno, pues tuve que declarar por ello casi una hora, en plan poco menos que de careo, y con la sensación de que tenía que defenderme de algo.
Pero, seamos reales. Sucede lo que sucede porque los familiares no soportan la convivencia en el hogar con la enfermedad y mucho menos con la muerte. Piensan, con desatino, “que pagan” la seguridad social para que eso no pase.  Sus demandas imperiosas de ingreso en el tramo final de la enfermedad, son fiel reflejo del hedonismo cultural en el que estamos inmersos todos, y en el que ningún espacio queda para el enfrentamiento con el dolor, la enfermedad o la muerte en el entorno del propio domicilio. Prefieren que su padre muera en un lugar extraño, en cama ajena, atendido por profesionales a los que no conoce, separado por un biombo plástico de otros compañeros en el mismo trance, bajo luz de tubos de neón, donde sólo son reconocidos por el número de la cama que ocupan. Prefieren todo eso y más, aún a sabiendas de que al actuar así le impedirán morir con dignidad en su cama, entre las paredes de su dormitorio, al calor de sus propias sábanas, rodeados de sus cachivaches, de su armario de luna cuyo espejo tantas cosas buenas reflejó y acompañado del calor sereno de los suyos. Qué estupidez sin sentido.
Tenemos la sociedad que hemos ido esculpiendo día a día, y no nos gusta, porque en ella prima la obcecación de no dejar oportunidad alguna a que la naturaleza siga su curso, que marque sus tiempos, que haga su trabajo como sólo ella sabe. Es una sociedad estúpida que se empeña en modificar todo lo que toca, pero para empeorarlo, que incluso no deja ni a la muerte hacer su faena de un modo natural y lógico, a su debido tiempo. Y por eso se ansía doblegarla e incluso adelantarla, para suprimir el curso natural de tan íntimo trance. Y de ahí se ceba el afán de los familiares por los ingresos, las uvis, el empujar a subir los peldaños de la muerte de tres en tres, o el abierto debate de la eutanasia. Todo ello me parece un error.
Antes, fallecido el paciente, al menos en el medio rural, el duelo se vivía como un proceso natural, que comprendía una serie de rituales que ayudaban a su digestión por familiares y allegados, e incluía el velatorio del cadáver en su propio domicilio hasta la hora del entierro. En él, se estrechaban lazos, se recordaban anécdotas y vivencias, se lloraba al muerto un poquito, lo cual es terapéutico, y ya puestos, con unas copas y unas pastas junto al brasero de cisco toda la noche, se disimulaban los síntomas de las intoxicaciones por monóxido de carbono, que en esos trances eran cosa de todos los días.
Bueno, pues ahora, de eso tampoco nada. Se muere en el hospital, se lo lleva la funeraria al tanatorio, que aunque esté a quince kilómetros de casa no importa, allí se va a dar la cabezadita y luego sin prisas y ya sin muerto que estorbe, que se le ha incinerado hace 48 horas, entonces sí, se le hace un funeral como Dios manda, o el apaño de sucedáneo que lo sustituya si Dios no manda, y a otra cosa, mariposa.
No digo, ni juzgo, si todo eso está bien o está mal. Me limito a constatar la realidad que vivo todos los días con mis pacientes, sus cambios en sus modos de ser, pensar y existir, sus reacciones ante la enfermedad y la muerte. Y me pregunto si todos esos cambios y adaptaciones a las nuevas situaciones sobrevenidas, desde el punto de vista antropológico, serán buenas o malas, si hay que potenciarlas, inhibirlas o dejarlas al libre albedrío y de cuales serán, en caso de que vayan a aparecer, sus consecuencias futuras en el devenir de nuestros núcleos sociales.
No lo sé, pero creo que lo estamos haciendo fatal. Yo no quiero morir de cualquier manera. Y por eso desde ahora mismo reclamo y confirmo mi propia necesidad, y la de los compañeros a los que trato y conozco, de ser candidatos a un reciclaje exhaustivo sobre cómo reconducir el proceso de la muerte de nuestros pacientes hacia lo natural, lo ecológico y lo humano, que a día de la fecha y visto lo visto, el tema se nos ha ido de las manos.
Bueno, como la olla.


Correspondencia: eltuerto@semg.es

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