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martes, 14 de febrero de 2012

Discutiendo con voces sin rostro
Por El Tuerto
Asomarme a diario al balconcillo de este Gran Teatro del Mundo en el que todos vivimos, me encanta y me apasiona. Ah!, Calderón, pero que razón tenías, bandido. Y que privilegiada mente, que genio y que clarividencia…
Pues desde mi balconcillo os miro, y os veo, y me veo, afanados todos en interpretar nuestro papel de actores aficionados, ejerciendo cada cual como dios nos da a entender. Y cada día más, el escenario del Gran Teatro del Mundo me recuerda los espectáculos de guiñol de mi niñez, donde las marionetas bailaban ajenas a su manipulación por quien movía sus hilos. Pero hoy nadie tenemos aquellos hilos de guita gruesa atados a las muñecas, como antaño, con los que te manejen, ni está la Bruja Piruja persiguiéndonos escoba en mano. Nos valemos solitos, en libertad, para bailar al son que nos convenga a cada cual. Por eso, la mayoría de las veces, franqueza obliga, nuestro papel en este Gran Teatro, que el mundo es, consiste en hacer el ridículo, simple y llanamente, hasta límites insospechados.
Por ejemplo, descubro con perplejidad, que las personas que tienen y gozan de más libertad de expresión, son las que más se quejan por la libertad de expresión de los demás, a los que acusan vilmente y sin pudor, de “censores”. Mamarrachos semejantes me ponen de los nervios. Sin ir más lejos, el titiritero ese de los ricitos, o sea, Pedro Almodóvar, que hace lo que le sale de los mismísimos, incluidas gravísimas acusaciones de supuestos golpes de estado, más propias de episodios de alucinosis alcohólica (y del que, palabra, no volveré a ver película alguna) al que nadie lleva al juzgado, porque considerar presunto delincuente al titiritero de marras, sería de “censor y facha”. Y como él, son legión los presuntos“intelectuales”, subvencionados con tus impuestos y los míos, que se quejan de la “ausencia de libertad de expresión” en España. Ah!, no... Lo que pasa es que les jode ser criticados por sus mamarrachadas y sus pegatinas y se creen que ya no hablan, que pontifican Urbi et Orbe. Vale, pues que os den.
¿Por qué nos costará tanto juzgar nuestros propios actos con cierto distanciamiento emocional que nos permita ser objetivos en el juicio, y pedir perdón, llegado el caso? Pues que quieres que te diga… yo es que llenaría todo de espejos para que la autocrítica, también, fuera atroz e inmisericorde. Pero ni aún así nos corregiríamos. Como espectador, me río con las meteduras de pata de los demás, y no te digo nada con las mías. Es una gozada que no deja de sorprender mi innata curiosidad. Además, claro, de lo saludable que es el reírse. Pobre de mí el día que pierda mi capacidad de sorpresa o mi curiosidad infantil. Sé que, ese desgraciado día, seré viejo.
Con el espectáculo que presencio, a veces me brotan las carcajadas más sonoras e incontenibles, otras, las lágrimas más amargas. A ratos el desánimo o la tristeza pueden conmigo, pero siempre que puedo, intento la crítica reflexiva, en libertad, y de paso me flagelo con la autocrítica, que no hay mayor ejercicio de libertad que reírse de uno mismo. Hombre, sí, de acuerdo, intento, como decía  creo que era San Ignacio de Loyola, más o menos…” que nada te haga reír como un loco o llorar como un desesperado”… pero hay días que se me pone cuesta arriba la tarea de mantener el equilibrio emocional, porque mire donde mire, o me parto el pecho a reír o me cojo unos cabreos...
Sin ir más lejos, antes de ayer llegué a casa, derechito al ordenador. Que estupidez, pero es que tenía que contestar unos correos con premura, incluso con preferencia sobre el comer. Bueno, pues por más que intentaba entrar en Internet, que si quieres arroz, Catalina. Que si el nombre de usuario o contraseña no eran los correctos, que si patatín, que si patatán. Es decir, una y otra vez, en todos los morros con el intento. Como soy de los que piensan que los ordenadores tienen mala leche por definición, o sea, que saben y son plenamente conscientes de cuando los necesitas y que cuanto más los necesitas, más te fallan, me armé de paciencia y como disimulando,  lo apagué sin cabrearme, como no dándome por aludido por su putada. Más que nada, para que él no se sintiera importante ni pudiera quedarse, con la impresión de haberse salido con la suya. Si, hombre, sí, me refiero al jodido aparatito, del que intuyo una animadversión cerval e inmotivada contra mí. Bueno, vale… a veces le insulto o le hago perrerías, o le sacudo al ratón, pero tampoco es para que se lo tome así, coño, que eso lo hacemos todos. Bueno, pues así quedó la cosa.
Pasadas un par de horas, con la moral del que se sabe de antemano perdedor, lo volví a intentar, con idéntico y frustrante resultado. Nada, que no había manera, que si yo era un desconocido para el servidor de correo y no se cuantas mandangas más. No había nada que rascar. 
Derrotado y rendido de repasar sin el menor éxito, una y otra vez, las Propiedades del Acceso Telefónico a Redes, las Opciones de Internet, la Configuración de las Cuentas y no se cuantas cosas más, datos que como habrás comprobado destaco con mayúsculas la primera, dada su supuesta magnificencia, y para que no se ofendan, que las temo, pues ya, de perdidos, al río. Me armé de paciencia, y como pago una tarifa plana de la puñetera Telefónica, llamé al 1004 para pedir ayuda, a ver el porqué de aquello. Angelito de mí, a buen sitio fui a dar, que no sabía con quien me jugaba los cuartos.
En el 1004, y tras tener que soportar el escuchar minuto y pico de propaganda no solicitada sobre sus líneas ADSL, una voz metálica y sintética me iba exigiendo apretar teclas varias, como respuesta a sus preguntas. Que si para tal pulse 1, que si para tal pulse 3… así hasta cuatro pasos, para al final desembocar inexorablemente en una tensa espera, de varios minutos, teniendo que soportar una musiquita atroz de organillo electrónico de todo a cien. Cinco minutos después, con la cabeza harta de la musiquilla, de repente, se cortó la línea. Otra vez vuelta a repetir todos los pasos. Y otra vez. Y otra. A la cuarta, tras repetir la espera, por fin, cielos, la voz de una mujer de carne y hueso, dios, que alegría. Pues no. Tras decirme de retahíla su nombre y apellidos, seguidos de un número de identificación que en vez de informar despista y al que no  prestas atención alguna, me preguntó en que podía ayudarme. Le conté lo que me pasaba. Su silencio no era de respeto, que va, ni mucho menos, si no de la que está cumpliendo su papelito de “mamporrera con guión”, con respuestas decididas de antemano, a la espera de que finalices tu relato: “Pues entonces tiene usted que llamar al número tal, señor” y sin más, cortó. Ni despedida.
Obediente cual corderito, llamé al número tal, este ya con prefijo 902. Otra voz de sintetizador, otras cinco preguntas que responder mediante teclas, otra espera con musiquita a todo volumen. Y mi cabreo in crescendo. A los cuatro minutos, zás, otra desconexión automática, tras un mensajito canalla de voz sintética advirtiéndome de que sus operadores estaban ocupados, que volviera a llamar pasados unos minutos. Borrego de mí, las llamadas 7, 8, 9 y 10, tuvieron idéntico final, con similar desesperación. Eso sí, cada colgada que me daban, tras no menos de cinco minutos de espera. Y a cada desconexión suya, respondía todo yo con un respingo, muscular y facial, exactito al Martes y Trece cada vez que oía en aquel video  lo de “Encannna… Encannna...” ¿te acuerdas? Ya no era cabreo lo que me venía a la cabeza, no. Para entonces mi mala leche era evidente, pero más lo era aún mi imposible ventilación emocional, o sea, nadie a quien poder poner a parir. Cada vez que colgaba el auricular, lo hacía con tal suavidad y tal sopetón, que más que colgar lo estampaba y mi mesa de trabajo tiritaba entre crujidos.
La llamada 11 fue distinta. Al poco de escuchar la musiquita, una voz de carne y hueso, esta vez sí, y tras un intento de identificación por su parte  que yo corté en seco, me informó que para resolver mi problema llamara a este otro número, que me resonó con eco, a través de otro maldito sintetizador, seguido del cuelgue correspondiente, por lo que no pude replicar nada de nada. Comprobé con estupor, que el número de marras era el primero que yo marqué… por lo que la llamada 12 la hice al mismo que la 5, manda huevos. Aquello era un cachondeo total y sin solución, que me estaba desencuadernando. En las 14, 15, y 16, otros diez minutos inútiles. No lograba hablar con nadie humano, siempre obedeciendo absurdas instrucciones de un sintetizador de voz que terminaban con el tú-tú-tú del fin no voluntario de la llamada.
Con la cara llena de tics, los nervios más que rotos ya deshilachados y la violencia aflorando, hice la 17 llamada, maldita sea. Lo único que logré fue que me dieran otro número distinto al que llamar. Esta vez, un 807, o sea, de los de pagar a tocateja, del que nada más marcar recibí el mensaje de que la llamada era a 64 céntimos minuto.
Después de tres minutitos de nada, es decir, de trescientas treinta y cuatro pelas de las de toda la vida, una voz llena de amabilidad, me dijo que me atendía fulanita de tal y tal, que en qué podía ayudarme. Me engatusó, y el león, se volvió gatito. Le dije, que si no le importaba me lo repitiera despacito, que quería apuntarlo todo, incluido su número de identificación dígito a dígito, lo que así hizo. Comentado el problema de la conexión, con humana calidez se brindó a solucionarlo todo despacito, pasito a pasito, incluso con cordialidad y palabras de afecto evidentes. Me dio instrucciones claras, precisas, nítidas, todo en un ambiente cordial, de calma y sosiego, enternecedor, que incluían varios reinicios del ordenador, entre frases marcadamente cordiales, como “tranquilo, tranquilo, que estoy aquí para ayudarle, no se lo tome así, hombre, que estas cosas pasan. Siga mis instrucciones y ya verá como lo arreglamos todo entre los dos”…o un “¿puedo preguntarle su profesión?”… Mecánico de aviación, que dios perdone mi mentira, fue mi respuesta, con voz cazallera y ronca… “apasionante oficio, y tan necesario hoy día”... su respuesta. Bueno, no quedé con ella para tomar unas cañas, porque la imaginaba a cientos de kilómetros de mí, que si no… Oh! que amabilidad, que cortesía, que precisión en su acento marcadamente caribeño. Así durante diecisiete minutos de los de reloj. Al final un adiós afectuoso, que no incluyó abrazos múltiples y variados simplemente por la distancia, que si no, la lío, y con su ofrecimiento a que lo intentara de nuevo y preguntara por ella si una vez reiniciado mi ordenador, no conseguía la conexión. Dicho de otro modo, a 64 céntimos minuto, por tres mil pesetas, de las de vellón, pude constatar que todo en mi ordenador funcionaba correctamente y nada impedía mi conexión de acceso a Internet. Debió de ser magia pura, porque sin modificar nada de nada, al instante mi acceso empezó a funcionar de un modo inusualmente rápido y eficaz.
Y digo yo: ¿debo meter a Terra en el Juzgado?, ¿debo quedar, para unas cañas y pincho de tortilla, con la eficaz y educadísima señora?, ¿o mejor me acuerdo de todos sus muertos?, por ejemplo.
He preferido, tras mi impresionante cabreo por toda la movida, ser más sutil en mi venganza, reírme de la tomadura de pelo de la que he sido sujeto y víctima, cual corderito, y de modo canalla y ruin, lo confieso, vengarme en frío. Así que a las setenta y dos horas, mi teléfono, oh!, fatal destino el suyo, ha batido el record mundial de velocidad a través del pasillo de mi casa. Eso sí, me ha sido cambiado amablemente por Telefónica en menos de 24 horas sin cargo alguno, tras su fatal impacto contra el suelo que lo dejó inservible… toma por daca.
De repente ha sonado el teléfono nuevo, con su nuevo ring-ring que me despista. Al otro lado escucho:“Este es un mensaje automático de telefónica. Si su solicitud de cambio de teléfono ha sido atendida satisfactoriamente, pulse 1. Si aún no ha sido atendido pulse 2”.  De súbito, me vuelven a la cara, al unísono, tanto la mueca de sorpresa tipo lo de “Encannna…Encannna” como el rictus de la desesperación. Mientras me recupero, pulso consciente e intencionadamente el 1234567890. Mal rayo lo parta, que el sintetizador me responde que he pulsado una tecla incorrecta, y me repite el mensaje.
Imposible discutir con voces sin rostro. Me rindo, y pulso 1.
Luego, me quedo quieto, pensativo, con una sonrisa amarga y flácida entre los labios.
De los sintetizadores de voz... y de los titiriteros, líbranos, Señor…


Correspondencia: eltuerto@semg.es

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