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martes, 14 de febrero de 2012

La sociedad de la comunicaqué?

 Por el Tuerto
Hace un sol impropio de la época en el patio del colegio. Voy a hablar con una de las profesoras sobre los problemas de un chavalete de 10 años, paciente mío, del que me inquieta su futuro. Están en el recreo, montando una bulla exagerada y mientras sus compañeros juegan, veo apoyado en la pared a uno de los críos que se afana en desarrollar la musculatura… de la eminencia hipotenar de su mano derecha. Tiene una pericia endiablada. Le sorprendo, dale que te pego al teclado de su móvil, cuando le pregunto que a qué juega:
-         “le estoy mandando un mensaje a un amigo”.
-         ¿pues donde está tu amigo ahora?
-         “creo que en el campo de baloncesto”
Ni que decir tiene, que el campo de baloncesto al que alude, está a menos de cien metros del “puesto emisor”. Me quedo de piedra.
Un poco más allá, asisto involuntariamente a la conversación telefónica de otro con su madre, a la que ha llamado “para decirle que le diga a mi hermano que esta tarde le voy a enseñar un vídeo de Battman que me va a dejar un compañero de clase”. Su hermano tiene tres años recién cumplidos, por lo que todavía no está escolarizado, y vive un par de calles más allá.
Cuando hablo con la profesora, una mujer de treinta y tantos años, le confieso que no se si me están dando ganas de llorar o de reír, visto lo visto. Y confidencia por confidencia, se explaya y duele comentándome que ella tiene que prohibir que tengan encendidos los móviles en clase, porque no paran de enviarse mensajes unos a otros o de recibir llamadas, y que si le piden permiso para ir al cuarto de baño, se lo da a condición de que dejen el móvil en clase, porque aprovechan esa disculpa para ir a enviarse mensajes. Trabajo en un medio tan rural tan rural, que a menos de 150 metros del centro de la Plaza Mayor, está puesta la primera tablilla del coto de caza de la localidad. Vamos, que esto no es Manhattan y con eso te digo todo.

Decimos que lo sabemos, pero apenas somos conscientes de algo tan básico y admitido como que el reloj no se para jamás. El mundo gira y gira, y mientras lo hace se transforma y a nosotros mismos con él. A cada segundo, se nos muestra distinto. El de hoy es diferente al de ayer, y ambos son distintos al de mañana. Nada es constante. La parada no existe, para bien o para mal, y cuando intentas mirar hacia atrás volviendo la cabeza, mientras la vida te sigue empujando hacia adelante, te das cuenta de los cambios que se han producido a tu alrededor. Y te sorprendes, claro, cuando te miras al espejo. Como pasa el tiempo, Dios…

Recuerdo que cuando era niño, lo habitual era que a eso de media mañana, el hueco de la escalera se estremeciera repentinamente por un pitido familiar: era el de un silbato fuerte y sonoro, que iba acompañado indefectiblemente un segundo después por el grito aquel de “carterooooooo…”. A su sonido, las puertas de las vecinas se abrían en cada rellano, y asomadas al hueco, unas y otras oían y contemplaban como aquel buen hombre con su carterón de cuero al hombro, iba gritando uno por uno los nombres de los destinatarios de la correspondencia del día, y bajaban raudas a recoger de su mano las cartas que llegaban. Era una especie de recepción pública de la correspondencia, que además servía para potenciar las relaciones entre las vecinas, que aprovechaban el común encuentro para hablar de sus cosas. Así se sabía, por ejemplo, que fulanita recibía cartas con frecuencia, y hasta de quién. O que el otro, recibía cada tanto un giro postal, o una carta certificada. Se comparaban e intercambiaban los sellos, se sabía que tal carta era “por avión” por su reborde a trazos rojo, azul y blanco… era otra cosa.
Ya de adolescente, los buzones se hicieron una constante en los portales y cada vecino recogía cuando mejor le convenía las cartas del suyo. Al llegar de clase, pedías la llave nervioso para bajar corriendo al buzón y cuando al abrirlo, tenías la suerte de ver escrito tu nombre en el sobre aquel, y con la letra de quien tu esperabas, el cosquilleo mental que te entraba era de tal calibre, que si el resto del mundo no existiera tampoco lo ibas a echar en falta. Abrías la carta con una delicadeza poco menos que quirúrgica incomprensible hoy día y leías y releías el texto con auténtico recogimiento y veneración. Hasta olías ensimismado el propio papel, intentando inútilmente encontrar en su textura de celulosa, aquél olor personal e intransferible que esperabas.  
La respuesta a tal carta, era meditada, sentida, calculada, reflexivamente planeada hasta en sus más mínimos detalles y cuando con la lengua humedecías el borde de la solapa del sobre, para sellarlo definitivamente… o cuando repetías el gesto,  lamiendo con suavidad el dorso del sello del general de siempre, te quedaba en la boca aquel regusto dulzón que hoy imaginas lleno de ternura. Y qué decir de cuando dejabas caer con suavidad el sobre por aquella boca ancha del buzón de correos, en un gesto sólo comparable al de quien confía con seguridad a las olas la botella con el mensaje salvador. Dios, que tiempos aquellos. Todo ha cambiado tanto…
La máquina de escribir la compré por necesidad, porque ya había que ser serio, y la verdad, con mi garabateo habitual no se podía ir a ninguna parte. Poco tiempo después, los tiempos mandan, la sustituí por mi primer ordenador. Era con el monitor en blanco y negro. Bueno, no, porque recuerdo que lo que yo escribía, salía en verde fosforito en su pantalla. Era una maravilla, aunque no tenía disco duro, porque eso no existía entonces, y sus discos eran flexibles, pero de cinco y cuarto pulgadas. Trabajaba a una velocidad de vértigo: 4,5 Hz, Que ridículo suena hoy todo eso. Parece que hablo de la prehistoria, pero os juro que fue antes de ayer, como el que dice.
Bueno, yo fui de los que tardé en comprarme el teléfono móvil. Me negaba a entrar en esa vorágine absurda, alentada por las multinacionales del sector, de tenerte que comunicar aquí y ahora. Pero al final cedí, justificándome a mi mismo en vano su necesidad por mis frecuentes viajes. Necesitaba estar localizado y mis desplazamientos así serían más seguros. Ya. Total que terminé cazado como todos los demás: a tal perro, tal collar. De eso, hace 8 o 9 años.
Al unísono, o poco después, se nos vendió la moto de la necesidad de entrar en Internet, so peligro de quedarte definitivamente descolgado del progreso. Y todos como tontos, nos pusimos a hacer búsquedas. Y claro, como no, lo mismo con la necesidad de utilizar el correo electrónico, olvidándote del cartero, de los sellos, de los sobres, de la letra a mano y de toda esa parafernalia ya prehistórica para siempre.
Móvil, Internet, email, mensajes telefónicos, portátil, webcam, videoconferencia,  DVD,… todo es necesario, todo es imprescindible. Eso dicen, y no se puede ni poner en duda, porque te miran mal. ¿Tiene algún sentido todo esto?. ¿Hemos ganado algo con ello?. ¿No estaremos tontos, todos y cada uno de nosotros?.
Lo bien que nos conocen las multinacionales, que saben como tomarnos el pelo a todos y cada uno. Y sacarnos los cuartos de paso, claro, que es a lo que van. Creada la necesidad, creado el negocio. ¿ Mejor negocio que el de las telecomunicaciones?. Ni la rueda cuando la inventaron.
Vivimos en una sociedad de idiotas en la que, el que no está en esa onda, nos parece un bicho raro. Y el que no tiene Internet en casa, un troglodita. ¿A quién se le ocurre no tener Internet?, hombre. Luego no importa para qué lo tengas, que esa es otra,  pero si no tienes una dirección de email que dar, pasas a ser sospechoso de rarillo.  Que alguien cuerdo asuma, voluntaria y conscientemente, vivir al margen de tan comunes medios de comunicación, ya es algo inaudito y reprobable.
Y me pregunto si es que es comprensible o sensato que un padre tenga que asumir las facturas de tres o cuatro móviles en casa, más la del teléfono fijo, más la de la línea ADSL, más la del ordenador último modelo para que su hijo preadolescente haga la redacción de Naturales, más la de la impresora a todo color…más… ¿Tiene sentido?. ¿Es realmente un adelanto?. ¿Merece la pena?. Hombre, para telefónica sí, seguro.
Y al final, terminamos hablando, con toda naturalidad, de que el monitor que le hemos comprado al chaval, por supuesto de 17 pulgadas y pantalla plana, tiene dieciséis millones de colores. Digo yo que para qué querrá tantos. Bueno, y como no le pongas la línea ADSL, encima el mozo se te cabrea.
Pues a pesar de todo, cruel paradoja, es dramáticamente cierto que en medio de esa supuesta sociedad de la comunicación, el hombre se encuentra más sólo que nunca. Uno puede comunicarse en el acto con Hawai, pero no conoce a su vecino. Y mientras habla, webcam por medio, con París, hace tiempo que no lo hace con su mujer y sus hijos. Cada día se escribe más y cada día se lee menos. La respuesta a la soledad humana nada tiene que ver con el chateo vía Internet. Que no nos engañen. Mejor comunicados que nunca sí, pero más solos que la una también.
Encima, ahora resulta que se empieza a investigar la problemática interpersonal derivada de la comunicación inmediata. Parece ser que están surgiendo problemas de relación muy serios, como consecuencia de que el que recibe un email, lo responde ipso facto sin reflexión previa alguna, sin filtrarlo por la sensatez y sin aderezarlo con unas gotas de reposada cordura. Se recibe y se contesta, y punto, aunque sea en tono faltón, inusualmente cordial o irrespetuoso. Y parece ser, que eso no tiene nada de bueno y que por el contrario, conlleva desagradables consecuencias. Osea, que además de cornudo, apaleado.  Que pena, madre.
Pero ya lo dice una de las multinacionales que nos sangra la cuenta del banco con sus inventos: “Connecting people”. ¿Y para que tanto “connecting”?, digo yo.
¿He dicho que pena?. Quien fue a hablar. Ahora mismito voy a enviar esto por email. Si te digo yo que de esta verbena no se salva ni el Tato. 

Correspondencia: eltuerto@semg.es

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